El recientemente proclamado emperador de Japón, Naruhito, ya tiene quien le suceda de manera oficial. La casa imperial japonesa ha anunciado que el próximo 19 de abril tendrán lugar las ceremonias que convertirán a su hermano, el príncipe Akishino, de 54 años y seis menos que el emperador, en su heredero legal. Con esta decisión se descarta totalmente que la princesa Aiko, hija única de Naruhito y Masako, pueda heredar el trono de su padre.
La actual Constitución japonesa incluye la ley sálica, que impide reinar a las mujeres, obviando un pequeño detalle: la familia imperial japonesa tiene tendencia a engendrar muchas más mujeres que varones. De hecho, en este momento solo tres varones, (un tío, el hermano y el sobrino del actual emperador) podrían sustituirle. Al final, le ha tocado el premio al hermano.

Masako, la mujer de Naruhito, estuvo ocho años intentando tener descendencia. Cuando por fin lo consiguió, resultó ser una niña. Los sectores más progresistas de Japón intentaron entonces cambiar la Constitución y abolir la ley sálica, habida cuenta de que no parecía probable, como así ha sido, que Masako quedara de nuevo embarazada.

Selección genética
El entonces primer ministro Junichiro Koizumi apostó por esa reforma e incluso la quiso llevar al Parlamento, pero todo quedó en nada cuando la princesa Kiko, esposa del príncipe Akishino, se quedó embarazada. Aunque ya tenía dos hijas mayores, hubo un tercer embarazo tardío que fue claramente una decisión de la casa imperial (organismo que depende del Gobierno japonés) para garantizar, mediante selección genética, el nacimiento de un niño. La princesa Kiko dio a luz al pequeño Hisahito y garantizó así la sucesión sin que fuera necesario abolir la ley sálica.

El actual ministro Abe Shinzo retrasó todo lo que pudo la abdicación de Akihito, que tuvo que esperar más de dos años desde que anunció su deseo de abdicar hasta que el Gobierno japonés se lo aprobó.
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En Japón es el Gobierno quien decide, no la familia imperial, que está supeditada a las decisiones políticas. Esa fue la condición que impuso Estados Unidos para aceptar que el emperador Hirohito siguiera en el cargo, como símbolo de unidad de un Japón entonces devastado por la guerra.